domingo, 13 de febrero de 2011

Lectura dia lunes

para medir velocidad y comprension

Lectura comprensiva n° 2
Libro I

Ayer bajé al Pireo (el puerto de Atenas, ubicado a pocos kilómetros de la ciudad), en compañía de Glaucón, hijo de Aristón, con el fin de elevar mis oraciones a la diosa y para ver cómo iban a realizar la fiesta, que celebraban por primera vez. Magnífica me pareció la ceremonia de los pireenses, pero no menos lucida fue la que hicieron los tracios. Después de orar y contemplar la procesión, emprendimos el regreso a la ciudad. Y habiéndonos visto desde lejos Polemarco, hijo de Céfalo, en camino a nuestra casa, ordenó a su esclavo que viniese corriendo hacia nosotros y nos rogara que lo esperásemos. El esclavo nos dio alcance y dijo, tomándome por el manto:
—Polemarco os suplica que lo esperéis.
Me volví entonces y le pregunté dónde estaba su amo.
—Viene hacia aquí —contestó.— Esperadlo un momento
—Muy bien, esperaremos —dijo Glaucón.
Y poco después llegaban Polemarco con el hermano de Glaucón, Adimanto, y Nicerato, hijo de Nicias, y algunos otros que volvían seguramente de la fiesta. Y Polemarco dijo:
—Me parece, Sócrates, que volvéis a la ciudad.
—No te engañas —contesté.
—¿Ves tú cuántos somos? —replicó.
—¿Cómo no he de verlo?
—Pues bien —dijo— , habéis de poder con nosotros, o quedaros aquí.
—¿Acaso no hay —respondí yo— otra disyuntiva, la de convenceros de que nos dejéis partir?
—¿Cómo podréis convencernos —replicó— si no estamos dispuestos a escucharos?
—De ninguna manera —dijo Glaucón.
—Pues bien, tened la seguridad de que no habremos de escucharos.
Y Adimanto intervino:
—¿Ignoráis que al atardecer se efectuará la carrera de antorchas, a caballo, en honor de la diosa?
—¿A caballo? —pregunté—. Eso es una novedad. ¿Irán los competidores a caballo y llevarán en la mano antorchas que se pasarán unos a otros con el fin de disputarse el premio?
—Sí —contestó Polemarco—. Y además habrá una fiesta nocturna que merecerá contemplarse. Saldremos después de la cena para verla y nos divertiremos con varios jóvenes a quienes encontraremos allí. Quedaos, pues, no os hagáis rogar más.
Entonces Glaucón dijo:
—Por lo visto, es preciso quedarse.
—Si así lo has dispuesto —dije—, habrá que obedeceros.
Fuimos pues a casa de Polemarco, donde encontramos a sus dos hermanos, Lisias y Eutidemo, y también al calcedonio Trasímaco, a Carmántides de Peania y a Clitofonte, hijo de Aristónimo. También estaba Céfalo, el padre de Polemarco, que me pareció bastante envejecido, pues hacía mucho tiempo que no lo veía. Estaba sentado en un taburete, sobre un cojín, y llevaba una corona, porque acababa de celebrar un sacrificio en el patio. Nos sentamos junto a él, en taburetes dispuestos en círculo. Tan pronto como me vio, Céfalo me saludó y dijo:
—No vienes con frecuencia al Pireo, Sócrates. Sin embargo, tus visitas nos serían gratas. Si yo tuviese fuerzas suficientes para ir a la ciudad, te ahorraría el trabajo de venir aquí, e iría yo mismo a buscarte. Pero ahora te corresponde venir más menudo. Has de saber que todos los días, a medida que los placeres del cuerpo disminuyen y me abandonan, hallo nuevos encantos en la conversación. Ten por mí, pues, esta condescendencia. Reúnete a estos jóvenes y ven a menudo a visitar a tus devotos amigos.
—También a mí, Céfalo —dije yo— me agrada conversar con los ancianos. Como ya se encuentran al final de un camino que a nosotros, probablemente, nos corresponda seguir un día, me parece natural obtener informes de ellos acerca de si la ruta es escarpada y penosa, o llana y cómoda. Y como tú estás ahora en esa edad que los poetas llaman "el umbral de la vejez", me será grato oír lo que me digas acerca de ella, si la consideras o no un período desgraciado de la vida.
—¡Por Zeus!, Sócrates —contestó—, te diré qué me parece. A menudo, según el antiguo proverbio, nos reunimos, algunos de la misma edad. Casi todo el tiempo que paso con ellos se va en quejas y lamentos. Recuerdan con tristeza los placeres del amor, de la bebida, de la mesa, y todos los demás de ese carácter de que disfrutaban en otra época. Se conduelen de hallarse privados de tan preciosos bienes, como si la vida que antes llevaban fuera feliz, y en la actualidad ya no vivieran. Algunos se quejan de las ofensas a que los expone la vejez, por parte de sus parientes, y no cesan de repetir los innumerables males que su avanzada edad les depara diariamente. A mi juicio, Sócrates, no señalan la verdadera causa de su mal; porque si ella fuere la vejez, yo y todos los que llegan a mi edad deberíamos sentir los mismos efectos. Además, he conocido a otros de una disposición muy diferente; y recuerdo que un día que me encontraba con el poeta Sófocles, alguien le preguntó: «¿Aún puedes, Sófocles, disfrutar los placeres del amor? ¿Todavía eres capaz de tener relaciones satisfactorias con una mujer?» Y él respondió: «Calla, buen hombre; siento la mayor satisfacción de haberme librado de él, como quien sacude el yugo de un amo apasionado y brutal.» Juzgué entonces que tenía razón al hablar de esta suerte, y el tiempo no ha modificado mi pensamiento. En efecto, la vejez es un estado de reposo y de libertad de los sentidos. Tan pronto como las pasiones se relajan y dejan de hacernos sentir su aguijón, lo dicho por Sófocles se comprueba plenamente: queda uno libre de múltiples y furiosos tiranos. Con respecto a estas quejas de los viejos y a sus pesares domésticos, no es en la vejez, Sócrates, sino en el carácter de los hombres donde debemos buscar la causa. Con costumbres apacibles y tranquilas encuentra uno llevadera la vejez. Con un carácter opuesto, la vejez y la juventud son igualmente difíciles…
(Platón 1988 La República. Buenos Aires: Eudeba)

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